Madame Bovary

La que tiene un jeroglífico en la cabeza en forma de trono. La que atraemos para  que nos proteja con nuestros cantos. Zaytūnā, elaíwa, zaytūn, ulu, eleiva, elaía. Ella nos los enseñó. Tienen cuarenta y seis cromosomas, como nosotros. Para prepararnos en la entrada al otro mundo, iluminar el pasaje, curar nuestras heridas.  Alas de milano, cerda, vaca, escorpión; agua que crece. Árbol. Nudo de piedra roja. Cornicabra.  Vertemos líquido espeso en los jarrones para el reino de los muertos. A finales del otoño los sacudimos con varas y de sus ramas nos caen encima, junto a las hojas pardas y la lluvia. Dejamos de sentir las manos de tanto frío como hace, de tan temprano como llegamos, mientras las recogemos del suelo.  Donde no crecen ya, es el borde del mundo. Aceite de sésamo, de lino, de cártamo, de moringa. O esos bárbaros que cocinan con grasas de animales. Creo que tenía gatos y libros, y que aprendió a montar en bicicleta cuando se quedó viuda, porque los tiempos iban cambiando.  Que paseaba, que agradecía comer rico a diario, el bosque,  el sol, una buena conversación, el silencio. Que a veces cogía la diligencia y llegaba al mar. Que tuvo que prescindir de la mujer que se encargaba de las labores domésticas porque no le alcanzaba el dinero, pero que le quedó suficiente para vivir de forma holgada en una vivienda un poco más pequeña a las afueras de Yonville. Que al final, cosas de la vida, acabarían compartiendo. Que no volvió a casarse, que tenía un magnífico jardín que cuidaba con esmero, algunas amigas y practicó esgrima durante unos años; que diseñaba y cosía su propia ropa, y después para algunas tiendas de Ruan. Siempre le gustó la moda; así logró sobreponerse a algún que otro bache económico que tuvo, y conoció a personas de lugares lejanos con las que mantuvo una correspondencia afectuosa,  frecuente y nutritiva; un aquí para allá lleno de historias. Su hija murió prematuramente, y ese fue el gran golpe de su vida. La casa, el jardín, sus manos, se quedaron helados durante mucho tiempo; pero sobrevivió.  No lo pensó dos veces, lo ocultó bajo la planta de su pie, recién estaba saliendo de la tierra. Kakanchik lo cuidó. Pero fue aquella mujer la que logró salvar a ese árbol único de la tala salvaje ordenada por el rey en sus tierras, para asegurar que siguieran comprando a la metrópoli. Ahora mide tres metros de diámetro y tiene más de cuatrocientos años. Hay una colina dentro de la Muralla Aureliana que cubre un área de 20 000 m² en su base y se alza hasta los 35 metros, está compuesta por los restos de 53 millones de ánforas rotas, sobre todo olearias procedentes de la Bética, que llegaron al puerto de Roma  durante los siglos I a III d.C.  Terrazas sobre terrazas con muros de contención también de cerámica, y se esparcía cal sobre ellos para evitar malos olores. No resultaba rentable lavar los recipientes y enviarlos de vuelta. Se transportaron unos seis litros anuales para un millón de habitantes durante 250 años. ¡Podemos desayunar tostadas con aceite, vino y ajo! ¡Embadurnarnos la piel y retirarla con el estrigil junto al polvo y el sudor de nuestros cuerpos! Monte de los pedazos; en la actualidad está cubierto de vegetación. El olor pica cuando sales al campo en la época en que las almazaras funcionan día y noche.  El mundo es una almazara. Manzanilla cacereña. Esperanza de alpechín.  Y sí, sobrevivió, y cuánto, nada menos que ciento veintidós años y ciento sesenta y siete días. Si le preguntaban por el secreto de su longevidad, sonreía despacio, cerraba los ojos y evocaba aquel cuadro de Van Gogh, al que conoció de niña, el de los olivos.  En eso no tenía duda: aceite de oliva abundante sobre todo lo que comía y que también  utilizaba para frotarse la piel, un culín de vino de Oporto por las tardes, y casi un kilo de chocolate a la semana. Eso sí que es felicidad.

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